Con el paso de los años, las razones de las ansiedades cambian: del inoportuno acné antes de una fiesta a la muñeca agotada que nuestra hija desea para reyes. De la paga mensual que no alcanza para comprar el trapito de moda al depósito que ofrece menos interés que el de otro banco. Y de repente, la sensación cada vez más profunda de la propia mortalidad, que palidece – eso sí – en comparación con las grandes preguntas de la experiencia humana. No pensamos siempre en ellas – tal vez para evitar sentirnos abrumados – pero están ahí. El origen de la vida y su sentido, si es que alguno tiene. La composición y funcionamiento del universo. Nuestro lugar en el mundo.
A medida que al reloj le queda menos recorrido, al corazón fatigado menos litros por bombear y que la fecha de caducidad está más presente, todas las preguntas llevan a una necesidad imposible de satisfacer, que me provoca una angustia intermitente: saberlo todo. ¿Cuál es el verdadero significado de estas dos palabras? ¿Cómo enfrentarse a ellas? Responder a estas preguntas puede ser una buena terapia para superarla.
Hemos tenido la suerte de vivir -al contrario que casi todos nuestros antepasados- en esta época de conocimiento accesible, con el mundo cartografiado, una ventana abierta a lo más pequeño, subatómico, y otra a lo más grande, universal. Usando Internet, podemos llegar a conocer un dato del que tengamos necesidad, en cualquier momento y lugar. Atrás quedaron las discusiones de bar que se prolongaban durante horas. Hoy, con un smartphone, los puntos de vista contrarios se enfrentan a la solución instantánea.
Hay millones de páginas escritas, libros y webs, repletos de información más o menos veraz o valiosa. Las “infinitas palabras”, que cantaba Drexler. Aunque dedicáramos nuestra vida a intentar leerlas – y tuviéramos la capacidad de comprender – no las abarcaríamos todas. Y aún así, sumando todo el conocimiento que contienen, no es más que una pequeña fracción del posible. La información ausente cae dentro de dos grupos:
- Conocida pero inaccesible o de acceso ineficiente. Los nombres de todos los habitantes del planeta, desde que estos tienen nombres. La temperatura en la región que hoy se llama Madrid a mediodía del 12 de noviembre de 375. Incluso la fecha de nacimiento de un tatarabuelo. Son informaciones que no podemos conocer, ya sea porque no están registradas o por el esfuerzo inasumible para acceder a ellas. Son lágrimas de replicante.
- Información desconocida. ¿Cuántos planetas habitables hay en el universo? ¿Cuántas civilizaciones similares a la nuestra existen? Preguntas abiertas para las que no tenemos respuesta y ni siquiera sabemos si podremos llegar a tenerla. Un paso más allá, en un escalón más de nuestra ignorancia están las respuestas a aquellas preguntas que no podemos plantear. ¿Dónde están los límites del futuro conocimiento humano?
Por eso, si pierdo mis llaves, me da igual la posición de cada uno de sus átomos. Con una idea aproximada de donde las he dejado, suficiente para que no pertenezcan al primer grupo de incógnitas, estaré satisfecho. No necesito saber como extraer una muela, pero no estaría de más conocer la dirección del dentista más cercano, porque el conocimiento disponible es colaboración. Es decir, debemos centrarnos en la información relevante y que lo sea – o no – depende de cada uno.
A parte de la desesperación y cierta tristeza – a evitar -, he aquí unas ideas para enfrentarse a la sensación de ignorancia casi absoluta:
- Aceptar que saberlo todo es imposible. De verdad. Repetirlo mentalmente cuando sientas que te estás perdiendo algo.
- Definir la información relevante para ti. Volver a definir cuando – es inevitable – tus intereses cambien.
- Convertirse en un rastreador de las fuentes de información fiables. En estos tiempos, es mejor razonar y entender que memorizar.
- Tomárselo con menos dramatismo y seriedad. Al final, no tiene tanta importancia.
Hay escritas infinitas palabras: Zen, gol, bang, rap, Dios, fin…